LaGandara

Una habitación con vistas

Marina llega al hospital temprano después de dos horas conduciendo. Isabel, la enfermera, la recibe sonriente y ella se siente un poco mejor, el dolor es ya imperceptible. A veces pensaba que quizás no necesitaba el tratamiento, ¿qué podría pasar? ¿se moriría? La operación había sido un éxito, según su oncóloga, y ya no tenía rastro del cáncer en su cuerpo. Recibir el tratamiento todas las semanas era la prescripción médica, pero ella no sentía ya ningún dolor y pensaba que al final los médicos se curan en salud, “seguro que no hay riesgo, no sé por qué debo seguir con la quimio, la maldita quimio” se decía. Había oído hablar tanto de ella que pensaba que iba a ser peor. Sobre todo, pensaba en todo lo que dejaba de hacer por tener que desplazarse cada semana a recibir el tratamiento. Por no hablar, además, de las consecuencias que empezaba a tener sobre su imagen, su pelo, las uñas, las cejas… y encima esas costillas, que no soldaban ni a tiros, no había manera. Se rompió las costillas cargando una mesa, su oncóloga le había dicho que no esperara que soldaran bien recibiendo el tratamiento. “¡Qué fatalidad!” Se lamenta cuando tiene que hacer sus tareas diarias que, si no hace ella, nadie las hará.

Marina evoca su tierra, su perro, su casa, se acuerda del trabajo, lo que tiene que hacer, el tiempo que está perdiendo con todo eso. En cuanto termine tendrá que pasar por la lavandería para recoger la colada, que ya estará lista. Todos los días se la llevan, pero los días que baja a la ciudad aprovecha a recogerla ella, porque además no habrá nadie en la casa para recibirlos si se la llevaran. A su aldea querida no llega casi nadie, algún vecino en verano, y todos los huéspedes que, durante el año, se alojan en su casa buscando días de retiro y silencio. Es curioso que la gente tenga que escapar de sus vidas cotidianas para encontrar paz. Ella vive así, con su marido, su madre y su perra, que la mayor parte del tiempo está tumbada en el zaguán de la casa. Lola, su perra, que la acompaña en los paseos por el campo, y que guarda la casa. Aunque a veces piensa que no guarda nada, porque allí no llega nadie que no esperen, y cuando llegan los huéspedes, ella los acompaña, pero ni ladra ni asusta a nadie.
Su madre ya está mayor, pero sigue siendo fuerte y es la única que puede ayudarla un poco, al menos en la cocina. Su madre… cada vez que piensa en ella se le ilumina la cara, sonríe evocando su infancia, cuando su madre cuidaba de ella y de toda la familia. Su padre murió joven, así que su madre tuvo que tirar palante, como decía siempre, y encargarse de todo y de todos. Así que Marina decidió llevársela a vivir con ella en cuanto decidió irse al pueblo. Ahora está mayor, y le duele mucho hablar de su enfermedad con ella porque siente como si la hubiese traicionado. Tenía que haber sido como ella, fuerte como una roca y sin caer en enfermedades, ¿cómo era posible?

Encima Jaime, su marido, también está pendiente de pruebas médicas. Solo falta que él también esté enfermo, sería una señal extraña del Universo o algo así… Jaime trabaja sin descanso también, no puede ni acompañarla a las sesiones. Marina tiene que ir sola en coche porque no hay nadie que llegue hasta donde ella vive, las ambulancias no llegan. No le importa porque para ella es una especie de reto, conseguir ir y volver sola demuestra a su familia que es tan fuerte como se espera que sea…

– Marina, ¿cómo estás? Ven conmigo.

Isabel ha irrumpido en sus pensamientos y la indica que vaya con ella a recibir el tratamiento. Ya se lo sabe, no es nuevo, así que acompaña a Isabel hasta la sala donde van a administrarle el tratamiento. Se sienta en el sillón y se quita la chaqueta para descubrir el brazo. Isabel, mientras tanto, está preparando la solución intravenosa y no para de hablar.

– ¿Cómo te encuentras? ¿has venido otra vez sola? Ya te he dicho que no me gusta que vengas sola, estos tratamientos requieren reposo, no puedes conducir durante una hora después, este tratamiento es muy doloroso… no entiendo por qué no puede venir nadie contigo…

Marina no la escucha, pone cara de estar escuchando, se encoge de hombros, sonríe, pero en realidad no escucha, solo escucha sus propios pensamientos… su marido, Jaime, no quiere ni pensar que también esté enfermo… si creyera en dios podría rezarle, pero es que no cree. Jaime tampoco para en la casa, él se encarga de las compras, la leña, a veces también la cocina, en realidad todos hacen de todo. Cuando todo iba bien podían tomarse algún día de vacaciones, pero desde la crisis… ya no viene mucho huésped en busca de paz, y hay que buscar sustento como sea. Así que decidieron coger el taxi, hacer viajes entre pueblos podía ser una fuente extra de ingresos, especialmente las llamadas de las aseguradoras cuando sus clientes se quedan tirados en la carretera. Así que Jaime se pasa el día viajando de un sitio a otro. Es curioso que, haciendo ese trabajo, no pueda llevarla al Hospital, paradojas de la vida. Pero es que a ella no le importa… no entiende por qué se pone tan pesada Isabel…

– ¿No me vas a decir nada? de verdad que no entiendo por qué eres así… Anda, relájate y si ves que te mareas o algo me dices.

Isabel le inyecta el tratamiento en el brazo y la deja a solas.

– Vuelvo en media hora, si necesitas algo pulsa este botón y regreso rápido

Isabel sabe que Marina no va a llamarla, es una mujer dura, fuerte y muy muy orgullosa. A veces piensa en ella y nota un estremecimiento, mezcla de ternura y pena por dentro. “¿Cómo es posible que venga sola a recibir un tratamiento de quimioterapia intravenosa?” Lo ha comentado varias veces con su marido y sus hijas, con los ojos muy abiertos, como si estuviera describiendo a una súper heroína. Isabel vive en la ciudad, es enfermera en la unidad oncológica del Hospital Central, pero conoce a Marina de cuando iban al colegio juntas. Marina se crio en la ciudad, pero se fue al pueblo con su marido y su madre a montar un nuevo negocio: un Hotel Rural. Desde entonces vive allí, en una aldea donde solo viven ellos en invierno. Isabel piensa que debe ser aterrador vivir así, pero Marina siempre está relajada y sonriente y todo lo que narra de su vida son maravillas. Le da mucha rabia que justo a ella haya que tratarla de cáncer, no le parece justo, y sobre todo que venga sola a recibir el tratamiento, eso no puede entenderlo.

Pero Marina es así, dura, casi impasible, como su madre. Cuando Isabel era una niña e iba a casa de Marina a jugar siempre veía a la madre haciendo algo. Recuerda su rostro amable, pero serio, era cariñosa, pero no en exceso, siempre las recibía con una larga tarea de rutinas antes de ponerse a jugar: descalzaos, lavaos las manos, merendad… y ya, después de todo eso, podían aislarse y jugar.

Lo pasó fatal cuando supo que Marina tenía cáncer, “¿por qué ella?”, pero después de lo visto, está segura de que saldrá adelante sin problemas. Marina es una mujer pequeña, morena, muy delgada, pero tiene la presencia de quien pisa en el mundo con la fuerza de un bloque de hormigón, parece como si cuando ella llegara tu mundo fuera insignificante y pequeño, parece que tiene la fuerza de un tornado que te arrasa y te envuelve, así es Marina. En ocasiones Isabel siente que es ella la que tiene que ser consolada por el cáncer de Marina, porque Marina nunca emite una queja de dolor ni de miedo, ella solo se queja de todas las cosas que tiene que hacer y el tiempo que está perdiendo. Isabel está pensativa moviendo la cabeza de un lado para otro cuando siente que la llama Marina por el interfono. Se sobresalta, ella nunca llama, así que corriendo acude a la sala donde está su amiga. Al entrar ve a Marina igual que siempre y que la mira sonriente.

– ¿Te encuentras bien? ¿qué ha pasado? ¿te mareas?

– Uf, qué de preguntas chica, nooo, solo quería un vaso de agua y algo de compañía…

– ¿Compañía tú? ¡qué raro! Algo te pasa… ¡toma!

Isabel le acerca un vaso de agua y se sienta a su lado, la agarra la mano que tiene libre y la mira a los ojos.

– ¿Qué te pasa? Cuéntamelo…

– ¿Sabes si saldré a tiempo de recoger la colada? Cierran a las dos… no sé ni qué hora es…

Isabel conoce muy bien esas respuestas evasivas de Marina y sabe que no va a sacarle nada, sonríe y responde.

– Llegarás, no te preocupes… ¿qué tal está ahora el campo? ¿habéis recolectado muchos puerros? Me encantaría que me hicieras tu famoso pastel de puerro cuando vuelva a visitarte.

– Ahora el campo está espectacular, no sabes el cielo por las noches, llenito de estrellas. Muchas noches Jaime y yo salimos a dar una vuelta ahora que no hace frío, nos tumbamos en el prado y contamos las estrellas, no te imaginas, no hay nada igual. Y sí, la verdad es que hemos recolectado bastantes puerros, y lechugas… ya sabes, otras cosas ricas, ahora estamos probando la mermelada de saúco, parece que a los huéspedes les gusta mucho…

Marina sigue hablando un rato de cómo está el campo, de su perra Lola, de su madre, de su cosecha, de los huéspedes que han estado hace poco, de sus proyectos y de su habitación, desde la que se ve también el cielo limpio y estrellado de su pueblo…

– No sabes lo que es cerrar los ojos después de haber visto ese cielo … no hay nada igual que mi habitación con vistas al Universo.

 

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