Fotografía de Mariano Sanz
Fotografía de Mariano Sanz

Música para mi prima

Su madre me pidió que tocara el piano y mientras lo hacía se iba arrugando poco a poco. Reconozco que noté un sabor muy amargo en la boca porque sabía que no debería haber tocado. Era demasiado pronto y mientras ella me miraba tocar pensaba en su hija, de eso estoy segura, pero yo necesitaba tocar y contarle a través del piano que yo también me arrugo cuando pienso en ella.

Recuerdo el día de su muerte, recuerdo los gritos de mi madre y mi tía que también era la suya. No entendí nada hasta que les miré a los ojos, de repente la palabra suicidio cobró significado, un significado violento y brusco como el martillo que golpea un metal y queda vibrando en tus oídos durante un tiempo. Mi garganta se negaba a articular sonido, no pude llorar, ni gritar, tan solo caminar. Me fui y no sé cuánto tiempo estuve andando, pero cuando quise darme cuenta ya era de noche y tenía frío. Llegué a casa y mi madre se abalanzó sobre mí, no dijo nada, sólo lloraba. Tampoco ahí pude llorar, me dolía la espalda y la cabeza, tenía la boca seca y una punzada muy honda en el costado izquierdo.

Desperté al día siguiente bañada en lágrimas, la almohada me devolvía el recuerdo de una noche agitada en la que estuve soñando con sogas, pies desnudos y ojos en blanco. Me dirigí al baño para refrescarme y al mirarme al espejo comencé a ser consciente de lo que mi prima había hecho. Vi a una chica de 17 años con la mirada de alguien que sabe lo que significa acabar.

Al entierro no fui, prefería recordarla leyendo sus cartas cada vez menos frecuentes. No supe entender qué escondían los silencios entre sus cartas y las mías, suponía que andaba en otras cosas, con otras amigas y otros intereses. Quise pensar que estaba bien, que los problemas con su padre se habían resuelto, y ni siquiera le pregunté. Aquel día, el de su entierro, mientras leía,  creí ver sus ojos cada vez más profundos, y su voz monótona y apagada susurrándome esas frases, “algún día me iré de esta casa para siempre”, “el otro día me emborraché”, “me escondo detrás para no ver cómo la pega”. Escuché su voz y comprendí que las cosas complicadas dejan de serlo cuando uno mira hacia otro lado. Y yo lo había hecho.

Después de un mes fui al funeral, pensé que ya lo había superado, de hecho había vuelto a mi vida con tal normalidad que su recuerdo se había quedado guardado en la misma caja donde aún conservo las cartas. Cuando entré en la iglesia mi boca volvió a quedarse seca y los ojos comenzaron a escocerme. Mientras avanzaba por el pasillo alguien se giró y me miró, era su madre. El impacto me devolvió al momento en que supe de su muerte, alrededor de mi cabeza había una especie de masa blanca que me impedía ver a nadie más que a esa mujer pequeña, frágil, con los ojos de perro asustado. Se levantó, me abrazó y comenzó a gemir con el llanto de quien no encuentra razones para vivir ni para morir. Repetía sin cesar, “mi niña, mi niña no está… se ha ido, se ha ido para siempre, Clara, se ha ido…”
Y lloré con ella hasta que las dos decidimos separarnos y mirarnos a los ojos, como estableciendo un pacto de comprensión eterna donde yo adoptaba el papel de su hija ausente, nos cogimos de la mano y así escuchamos la ceremonia. Bueno, yo no entendí una sola palabra del cura, lo único que escuchaba en mis oídos eran los gemidos de su madre, la madre maltratada por su marido, herida de muerte por la ausencia voluntaria de su hija, la única, la que estaba aferrada a mi mano como a una tabla de salvación.

Me contaron cómo lo hizo, supe que se quedó sola en casa y que recogió la cocina tal y como le había pedido su madre. Después puso música y preparó la cuerda con la que se quitaría la vida. Fue su madre quien la descubrió ya sin vida, colgada de una cuerda con la música de fondo. Su madre fue también quien años después me pidió que tocara el piano y yo toqué, aunque pensaba que no debía hacerlo. Y mientras tanto las dos nos arrugábamos pensando en Loli, la chica de 17 años que se fue de su casa para siempre.

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