Fotografía de Alicia S. de Pablo
Fotografía de Alicia S. de Pablo

Viajes

Sonia mira por la ventana y ve las olas crear imágenes en movimiento que terminan engañando a la vista, le hacen recrearse y ver diferentes formas que simulan borreguitos, sirenas, delfines saltando entre ellas. El sol refleja fuerte su imperiosa presencia y Sonia se deja acariciar a través del cristal para con cada inspiración cerrar los ojos y sentir una brisa serena que le acaricia el rostro. Vuelve a abrir los ojos y solo ve azul, infinito, inmenso, sereno y a la vez inquieto. La amenaza del mar, un mar azul pero negro en el fondo. Cruza el Estrecho y siente, vibra con cada pensamiento. Casi puede verlos navegar en cascarones, los ojos profundos, atentos a cualquier detalle que pueda ponerlos en alerta, que pueda llevarlos al negro, del azul al negro.

Así le hizo sentir su amigo Sâleh, el músico del metro que cada día la ve pasar y le regala una sonrisa brillante y blanca que hace que la gente que se agolpa a su alrededor desaparezca. Le gusta el ritmo con que le hace marcar cada paso por las mañanas tempranas de café y tostadas, camino al trabajo. Ella camina, él toca. Él sonríe y ella, tan solo mira y camina.

Sonia piensa en él, en su primer encuentro. Sintió que alguien clavaba sus ojos en ella, pero no quiso mirar, solo bailar o caminar a su ritmo. Después vinieron muchos días, siempre a la misma hora, y en el mismo lugar. Y entonces ocurrió, ella miró y le vio con su sonrisa pura, con el ritmo brotando de sus manos hacia el origen de sus entrañas, del mismísimo mundo, de la madre y del hijo. Él, siempre sonríe, y ella un día se paró, dejó de bailar y caminar al ritmo para quedarse delante de él renaciendo en cada nota que golpea en alguna parte de su cerebro, de su corazón, de su estómago, de su vientre, sintiendo.

Y entonces supo de su historia, de cómo cruzó por esas aguas por las que ahora ella navega segura, estable, firme. Supo que él no cruzó del mismo modo, nada de barcos con mullidos asientos y ventanas salpicadas por la brisa del mar, sí barcazas de madera que milagrosamente mantienen el equilibrio y se adaptan y juegan con las olas tal y como ella ve ahora desde su ventana. Tiembla y se imagina que Sâleh está a bordo de esa barcaza con su música, sintiendo cada golpe de su corazón al latir por el miedo, un miedo puro y real, el de sus hermanos y hermanas que nunca más volvieron a tocar tierra firme, que se fusionaron con las olas azules para caer al negro profundo y oscuro del mar, un mar que no tiene piedad y devora todo lo que juega entre sus olas, las olas que Sonia ve jugar a hacer formas y que entran por todos los orificios de un hombre, nariz, boca, oídos, y ruge, y engulle. Sonia piensa que nunca se sacia, que Sâleh tuvo suerte, ¿o no?
¿Es suerte vivir como él? En una ciudad hostil y sucia, sin ese sol que le tocaba la piel en su tierra. Hay un dicho que dice que lo importante es tener salud, y a ella se aferran los hermanos y hermanas de Sâleh, a la salud con la que iniciaron el camino hacia la prosperidad, hacia el trabajo, hacia la mejora de su salud. Pero nada de eso encontraron, hurgan en la basura de las gentes que nacieron en esa tierra próspera y firme y que no saben reconocer lo que de verdad encierra la salud.

“¿De qué sirve la salud si no tengo trabajo, si no tengo dinero? Salud, dinero y amor, reza la canción clásica de estas tierras, pero sin dinero no hay salud, sin dinero no como, y si no como tampoco podré amar, porque no tendré salud. ¿Qué es más importante entonces? Nosotros, la gente como yo, la escoria de la tierra, los inmigrantes de ojos negros y profundos, los fantasmas necesarios de la ciudad arrastramos los pasos para encontrar una pizca de salud, pero en un mundo que se mueve por dinero, es difícil conseguirlo”
Así sueña Sonia que se expresaba Sâleh en uno de sus múltiples paseos. Ya se había convertido en una costumbre. Ella también pasaba por allí cuando volvía a casa y le esperaba recogida en una esquina, mirándole en la lejanía, saboreando y disfrutando cada sonrisa, contando uno a uno sus dientes blancos, escrutando su mirada y buceando dentro de ella en busca de alguna imperfección sin encontrarla. Ella esperaba, y él lo sabía. Cuando terminaba simplemente recogían y paseaban por la ciudad ya recogida en calma. Nadie esperaba a Sonia, y mucho menos a Sâleh. Y hablaban!

Y fue en esos paseos en que Sonia aprendió el verdadero significado de la amistad y el amor puro, sin condiciones, del valor y de la desesperación. Sâleh le contaba a Sonia su recorrido, y el de sus hermanos y hermanas (como los llamaba él) hacia un mundo mejor. En su tierra, una tierra hermosa y fértil, ya no quedaba lugar donde buscar y estar. Al menos así lo pensaba él cuando decidió embarcarse, cruzar ese trozo de mar tan corto, apenas treinta kilómetros separan un lugar de otro, una hora en barco, pero quién sabe cuántas en barcaza.

Ahora, en la ciudad, duda de si hizo lo que había que hacer, tiene hambre casi siempre, el cuerpo le duele porque hace tiempo que no duerme en superficie cómoda, apoyado la mayor parte del tiempo en una pared o en un banco del metro si tiene suerte y no le ven. De vez en cuando acude a algún albergue para darse una ducha y conseguir algo de comida, pero le molesta ver la miseria que le rodea y huye. Sâleh no soporta las caras largas, a pesar de todo su rostro se contrae siempre en una sonrisa brillante y amplia que no casa con la profundidad de sus ojos oscuros y tristes.

Sonia se siente embrujada ante el rostro de su amigo, no puede apartar sus ojos de sus dientes y sus ojos, se sumerge en ellos y siente el olor del salitre y la profundidad marina. Lo que sus ojos habrán visto, parece que saben más de lo que su edad permite que sepan, parecen ojos de un anciano sabio y malherido por la vida, una vida nómada, itinerante.

Sonia decide invitarle a subir a su casa un día, ya no tiene dudas, ya no tiene miedo. Hasta ese momento Sonia le bajaba algún plato de comida, una manta, una almohada… objetos que a ella le sobran, y que él agradece con una mirada directa y salvaje. Sonia duerme mal, su cama se vuelve una pared o un banco del metro, y por eso esta noche ha decidido invitarle a subir y dejarle dormir sobre un colchón, al menos una noche.
Pero Sâleh duda, mira a los ojos de su nueva amiga y sonriendo se va. Sonia no sabe qué ha podido pasar, ¿por qué no aceptó? ¿de qué tiene miedo?

Al día siguiente Sonia va a la misma esquina del metro donde toca Sâleh, pero no está. Decide esperar por si le ha surgido algo y no ha podido llegar a la hora de siempre, pero no aparece, y Sonia comienza a sentir en sus sienes el golpe de su sangre, la preocupación por ese ser que le ha enseñado tanto en tan poco tiempo, y llora, no sabe por qué, pero llora.

¿Dónde estás Sâleh? necesito hablar contigo, mirar dentro de tus ojos, recorrer una vez más tu sonrisa y deslumbrarme con el blanco de tus dientes, cerrar los ojos y vibrar con cada acorde de tu música, de tu ritmo, de tu arraigo a la tierra. En esta ciudad donde la tierra está domada, engalanada de gris, hueca y seca. A esta tierra viniste a vivir tú, cruzando estas aguas que ahora surco yo acomodada en mi sillón mullido de un barco que apenas se mueve, que domina las olas, que permite que gente como yo, que duerme cada día en su colchón, apriete los dientes mientras camina rotundamente por los pasillos del metro de la ciudad, con prisa, con el ceño fruncido buscando trabajo, dinero para vivir, pero no para comer, no como tú. Y ya no puedo caminar sin el ritmo de tu música, sin esa sonrisa que ilumina los días grises. Tú y todos los tú que inundan nuestras acomodadas vidas, y que pasan transparentes por ellas, merecéis navegar como yo, dormir como yo, trabajar como yo, y entiendo por qué te fuiste, y te pido perdón. La miseria es también eso, dormir un día en un colchón por la caridad de alguien que se compadece de vosotros sin pensar que también tú, también vosotros, tenéis dignidad.

Hoy surco el mar en un barco inundado de música y risas, el barco que me llevará hacia la verdadera esencia de la humanidad, y este barco baila con las olas, al ritmo de tu música, anclándose al mismo centro de la tierra.

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